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Es sabido que el diseño de los sistemas de pensiones encuentra su base en la necesidad de proporcionar renta a determinados sectores de la población afectados por diferentes contingencias (edad, desempleo, accidentes, enfermedad, etc), que no pueden acceder al mercado de trabajo y en consecuencia quedan en situación de desprotección. Las formas de hacer llegar las rentas a estos sectores de la población y de gestionarlas actualmente quedan concretadas en dos: 1ª: El sistema de capitalización; y 2ª: El reparto. 

   El primero supone un sistema de capitalización individual donde cada trabajador va ingresando; es decir, se cotiza para uno mismo y por tanto, de esas aportaciones dependerá la cuantía de su pensión. 

   Por el segundo, el sistema de reparto, los trabajadores en activo son los que cotizan para hacer frente a las pensiones de los jubilados actuales. Se observa en este sistema el principio de solidaridad intergeneracional que no está presente en la capitalización. 

   El sistema seguido en España es el conocido como de reparto; el trabajador cotiza, de manera mensual o diaria en función de su grupo de cotización. En nuestro sistema de Seguridad Social las prestaciones contributivas se fundamentan, entre otros pilares, en la solidaridad y la función protectora que dicho sistema tiene como elementos rectores, así como también en la contribución realizada por el futuro perceptor. Sin embargo, la incertidumbre vinculada a la estructura demográfica y al mercado de trabajo ha fomentado desde hace tiempo el debate sobre la bondad del sistema de reparto como sustento de las prestaciones para la jubilación, escenario que igualmente ha dado lugar a una batería de propuestas para la reforma de estas prestaciones contributivas en nuestro régimen de Seguridad Social. 

  Pudiera pensarse, en principio, en las bondades de un sistema sobre otro fundamentalmente con base en el principio de solidaridad intergeneracional u otros aspectos de eficiencia en la gestión, pero lo cierto, es que ambos sistemas plantean una problemática común desde el punto de vista de su gestión como consecuencia de la imposibilidad de poder desligarse de la marcha de la economía en todo momento. Los efectos más inmediatos en el sistema de reparto son evidentes: en épocas donde la situación económica no presenta problemas y los indicadores macroeconómicos y microeconómicos presentan índices adecuados, no surgen inconvenientes, ahora bien, en épocas de contracción o recesión de la economía por lo general suele ocurrir que el desempleo aumenta y consecuentemente las prestaciones por ese concepto, hay menos trabajadores cotizando y por tanto se produce una disminución de la recaudación etc,. De igual modo el sistema de capitalización individual no está exento de los avatares de la economía. La pérdida de valor del capital acecha de manera implacable. 

   La estrategia del miedo inaceptable. 

    La reforma de las pensiones impuesta por el Gobierno del PP en 2013 buscaba resolver el déficit del sistema por la vía exclusiva de la reducción de pensiones, mediante dos instrumentos: reducir la cuantía inicial de la pensión en función de la evolución de la esperanza de vida (factor de sostenibilidad) y de una nueva fórmula de revalorización anual de pensiones que no garantiza el mantenimiento del poder adquisitivo. La Comisión Europea reconoció en su momento que el efecto de esa reforma supondría que la tasa de reemplazo de las pensiones, esto es la relación entre pensión con respecto al último salario, perdería cerca de 30 puntos porcentuales llegado el año 2060 pasando el 79% al 48,6%). 

   En paralelo, el fondo de reserva, también conocido como hucha de pensiones, que llegó a estar dotado en el año 2.011 bajo los gobiernos del Presidente Zapatero con la cantidad de 66.815 millones de euros, fue mermado bajo los gobiernos del Presidente M. Rajoy, hasta quedar prácticamente en algo más de 4.000 millones de euros. Se pasó de tener alrededor de 70.000 millones de euros al vaciado casi completo. 

   Si a esto se le suma la ligereza con la que algunos “todólogos” tratan este tema al que vaticinaban que el gasto de pensiones llegaría a alcanzar los 16.000 millones de euros mensuales, cantidad no alcanzada en el mes de Mayo de 2.023, en el que el gasto de pensiones se situó en 11.974 millones de euros, nos situamos en un estadio en el que la población en general terminará por aceptar la bajada del importe de su pensión como mal menor. 

   Sin embargo, las cotas de cotizantes, recordemos que los últimos datos apuntan a los casi 21 millones de cotizantes, a la seguridad social y los niveles de empleo que se están alcanzando, unido al necesario consenso en el marco del pacto de Toledo y porqué no, la demandada entrada en juego de la iniciativa del Estado a través de los Presupuestos Generales del Estado, tienden a asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones y de todo el estado del bienestar. 

   Desde luego, la monserga tan manida de plantear como supremo problema el sostenimiento de las pensiones en España cuando se nos pierden miles de millones de euros en economía sumergida, evasión de impuestos y subvenciones a organizaciones por el mantenimiento caritativo de las mismas, no debería de tener mucho recorrido, más bien los datos actuales deberían servir como el mejor argumento para el destierro de la idea del miedo y desesperanza en la sociedad puesto que no se compadece ni con los datos ni con una adecuada gestión de lo público, sobre todo cuando el planteamiento de quienes huyen del debate público, es: “O aumentamos la edad de jubilación, bajamos las pensiones y metemos en el sistema a la iniciativa privada, o, usted, no cobrará pensión alguna”. 

   No es tiempo de miedos, al contrario, es tiempo propicio para desterrar bulos y mentiras.